Testimonio de Mª Teresa Menéndez Cuina
A la memoria de mi abuela Teresa
Recuerdo como si fuera ayer el día de enero de 1939 cuando, con mi madre, la abuela paterna y mis dos hermanitos, hice el camino que va de Ripoll hasta Prats de Molló y crucé la frontera. Mi padre desde el hospital de Barcelona donde estaba ingresado había escrito una carta a la abuela diciéndole que si los nacionales entraban en Barcelona, hiciésemos el hatillo y nos fuéramos a Francia y que, sobre todo, no nos preocupáramos, que nos vendrían a buscar. Yo estaba a punto de cumplir diez años, de hecho los celebraba el primer día de febrero y no me extrañó que días después nos dijeran que arreglásemos lo que nos queríamos llevar, que un camión nos vendría a buscar. Qué agitación supuso la noticia, parecida al día en que la abuela Teresa llegó del centro, donde había ido a comprar, toda alterada porque, según le habían dicho, había estallado la guerra. Madre mía, todos estaban nerviosos, todo eran entradas, salidas… Las cosas fueron distintas a partir de aquel momento, ya que hasta entonces había habido mucha tranquilidad en casa y a partir de ese día todo cambió.
Nos dijeron que un camión nos pasaría a buscar. Todos llevábamos un paquete. Yo llevaba la maleta de ir a la escuela, no sé lo que contenía. Llegó el camión. Es como si todavía lo viera, uno de aquellos camiones que llevaban velas. Hacía mucho frío. Nos paramos en la plaza del Corral para cargar más mujeres y niños. Sólo mujeres y niños, los hombres estaban todos en el frente. Mi padre fue uno de los últimos que llamaron. Tenía tres hijos y podría haberse quedado en casa, pero dijo: No, si hay que ir y me toca, iré. Sin embargo, muy pronto le hirieron.
En Camprodon subieron dos mujeres más con un chico y cogimos la carretera de Molló, poco a poco, pues había nevado y el suelo estaba helado. Llegamos a Molló donde había mucha gente que esperaba. Un hombre nos dijo que entrásemos en la iglesia para no tener frío. Pasamos allí la noche. Sobre el suelo había un montón de paja
Yo me sentía extraña en medio de tanta gente que no conocía. Pero los habitantes de Molló se portaron bien, nos trajeron comida, nos acogieron.
Recuerdo cuando llegaron a Ripoll los internacionales, que acompañaban a la gente que reculaba y les buscaba cobijo. En casa acogimos dos, uno era muy alto, un gigante, que casi no pasaba por las puertas. Se quedó un mes y después marchó hacia Francia. Los internacionales pagaban una comida a los críos de la escuela en la Casa Cuna, donde unas monjas cuidaban a los pobres. Contrataron a mi madre y a otra mujer como cocineras y hacían el almuerzo para todos aquellos chiquillos que llenaban una sala muy grande, una especie de teatro. A mí, muchos cosas no me gustaban. Cuando había lentejas, no las tocaba, tenía la manía de que contenían gusanos. Nos daban también un trozo de pan, un par de galletas, fruta. El día que había patatas si que me las comía, una cazuela de patatas con carne enlatada.
Había un matrimonio bastante mayor que había perdido un hijo en la guerra y que se lo pasaba muy mal. Mi madre hacía un paquete, con garbanzos, alubias o lo que fuera, y yo lo llevaba a su casa al anochecer. Tenía tanto miedo que a veces todavía me pregunto como lo hacía. En las calles sólo había una bombilla colgando y nada más. Mi madre me acompañaba por la Font Viva y cuando llegábamos al puente de Olot me decía: Va, ahora ya puedes ir sola, aquí ya hay gente.
En Molló todos se levantaron temprano, todo el mundo se equipó, cada uno se cubría tanto como podía. Había quien iba con alpargatas, pero nosotros llevábamos zapatos. Y empezamos a subir hacia Coll d’Ares, pues todavía quedaba un buen trecho hasta la frontera. A pie, montes arriba, siguiendo lo que no era una carretera precisamente, sino un camino. Hasta que no llegamos arriba, cuánto caminamos. En la cima había dos guardias y nos mandaron parar. Todo el mundo quería continuar. No querían dejar pasar a nadie pues esperaban el permiso de los de abajo. Todos se quejaban porque en invierno el día se hace corto. Se estaba haciendo de noche. Nosotros estábamos casi al frente y no sé si fue la abuela o una de las mujeres de Camprodón quien dijo: Ya estamos hartos de esperar tanto. Va, bajemos!. La gente se lanzó ladera abajo y cuando estábamos quizás a medio camino de la bajada, vimos subir otros dos guardias con el permiso. Una vez en el valle, nos hicieron ir a las escuelas. Había una sala muy larga con una mesa en medio llena de tazones y platos, y unas mujeres servían leche con café o chocolate, bien caliente, porque hacía mucho frío. Suerte que la abuela me había puesto dos pares de calcetines. También daban zapatos a todos los que iban mal calzados. Después nos vacunaron a todos. La abuela nos dijo: ¡Vosotros ya las lleváis todas, pero si se empeñan, que os las pongan!. La abuela era muy espabilada, llevaba algodón, agua oxigenada, y cuando nos hubieron vacunado, nos frotó a fondo y sacó lo que nos había puesto, ¡No os hará reacción, no, no lo quiero!.
Después nos hicieron ir hacia la estación, bien cargados de paquetes. Había un tren que era muy largo, yo no veía el final. Nosotros teníamos parientes en Perpiñán y la abuela tenia la idea de que cuando estaríamos en Francia iríamos sin demora a casa de los primos. Nos hicieron subir a los vagones y los de Ripoll íbamos todos juntos. Alguien dijo: ¡Al primer vagón, al primero, así llegaremos antes!. Pero nadie pensó que desengancharían un vagón en cada estación, y así nos adentramos en el Gard, más arriba de Nimes. No estaba mal, pero no fue lo mismo. Allí nos esperaban las autoridades y trasladaron a nuestro grupo a una fabrica de seda, ya cerrada, y nos alojaron en un edificio donde habían vivido los encargados, los escribientes. Unos pisos grandes, con chimenea, uno para cada grupo, con tres o cuatro habitaciones y una cocina grandiosa. Bien, en aquel pueblo, Bezèges, estuvimos bien. Tengo un recuerdo de la gente: era muy amable, nos daban de todo, colchones, sábanas, camisas. El ayuntamiento llegó a hacer una recogida de ropa para los refugiados.
Una niña de la calle donde estábamos salía al balcón y nos hacía señales para que nos acercáramos y nos bajaba caramelos y chocolate. Todos éramos críos. Jo acababa de cumplir diez años, pero mentalmente era mucho mayor. Nos hicieron ir a la escuela. Todo en francés, y nosotros nos reíamos. Había una maestra, una mujer mayor que llevaba un sombrero con muchas flores y calcetines blancos, y nosotros lo encontrábamos raro. Con los números todo era más fácil, pero con la escritura no había nada que hacer.
Cuando oía ruido yo me ponía a temblar, me figuraba que todo se venía abajo. Siempre he sido muy dormilona pero, durante muchos años, sólo con oír un poco de ruido saltaba de la cama. Todo era debido a los bombardeos. Cuando venían a bombardear, siempre lo hacían al mediodía. Cuando oía la sirena yo no sabia donde meterme. Siempre sucedía durante el almuerzo de mis hermanos. Y la abuela que decía: !Ay, niña, vete a buscar a los críos¡. Veías bajar las bombas que parecían de plata. Suerte que tenían mala puntería, en caso contrario habrían causado muchos destrozos en Ripoll.
Un día la abuela Teresa había ido a los lavaderos del Raval. Mi madre, antes de ir a trabajar, me había dicho que le llevara un cubo. Cuando llegó la hora le dije a mi hermano que me acompañara. Aquel día los aviones llegaron más pronto. Cuando tocaron las sirenas, lancé el cubo por los aires y me puse a correr. Al final del paseo había una garita, la de los carabineros. Había cuatro o cinco. Al vernos nos cogieron y nos pusieron dentro de unos tubos gigantes para el agua, cerca de Cal Teyu. Al salir, fui a buscar el cubo y lo encontré plano como la mano.
La abuela dijo: !Esto no puede ser, a esta niña le toca cada vez, acabará loca. Esto se acabó. Los críos almorzaran en casa o cogeremos la comida e iremos al Puig o al Mir¡. Allí hacía mucho sol y nos quedábamos acurrucados mientras repetía: !Aquí quizás no nos tocarán, y no tendrás que correr¡. Y nos quedábamos allí hasta que todo había pasado. A veces duraba casi media hora. Los aviones iban dando vueltas, se decía que querían destruir el puente del tren, pero no atinaron y, finalmente, fue la riada de año 40 la que se lo llevó.
El gobierno del exilio cada mes nos daba dinero. A nosotros no nos iba mal. La abuela representaba una familia, ella sola. La otra familia la formábamos mi madre y nosotros tres. Teníamos bastante. Del padre no sabíamos nada. Ni si seguía vivo o había muerto. Cuando a los médicos les pareció que podían darle el alta, en lugar de mandarlo a casa, lo llevaron a Teruel, a un camp de trabajadores. Allí estuvo dos años.
Cuando estalló la guerra mundial, cogían a los críos y se los llevaban a Rusia o a Méjico. La abuela Teresa le dijo a mi madre: Hemos salido del fuego para caer en les brasas. Lo mejor sería que cogiera a los críos y volviera a casa!. Entonces nos llegó la noticia de que al hermano de mi madre lo habían matado en la reculada. Nunca nadie nos ha aclarado nada. En el ayuntamiento todavía no consta en la lista de difuntos de la guerra. Otro golpe. Así pues, después de un año y medio en Francia, llegamos en tren a Barcelona y después un autocar de la Teisa nos condujo a Ripoll.
En el pueblo todo había cambiado. Un día nos encontramos con el marido de aquella mujer a quien yo llevaba paquetes. Siempre nos habíamos hablado. Al acercarnos aquel hombre dijo: Lo siento pero prefiero que no me hable. Las cosas han cambiado mucho aquí. Y no quisiera que pasase nada. La abuela regresó blanca como un papel. Es en este tipo de situaciones cuando conoces a la gente. Y eso que tuvimos suerte puesto que pocas personas nos dieron la espalda.
La abuela pudo ver el retorno de su hijo antes de morir, quince días después. Los jueves por la tarde en la Mutua, donde íbamos a la escuela, nos sacaban a pasear y yo había olvidado los jerseys de mis hermanos. La maestra me dijo que fuera a buscarlos a casa. Cuando subía las escaleras una vecina me dijo que había llegado un soldado. Mi padre no nos había dicho que llegara. Al oír hablar a aquella chica, salió y me quiso coger. Yo corrí escaleras bajo porque me asustó, era un esqueleto. El recuerdo que jo conservaba de mi padre era el de un hombre muy guapo, pero al verle así, barbudo, con el pelo blanco, casi sin dientes, tan seco… Entonces me gritó: ¡Niña, ¿acaso no me conoces?! Lo reconocí por la voz. Subí las escaleras y, pobre hombre, me abrazó… Y quince días después, moría la abuela Teresa. Recuerdo que estábamos en la cocina desgranando guisantes, mi padre y yo, y llegó un hombre preguntando por la abuela. Cuando entraron en su habitación, ya había muerto. Debía estar tan cansada… Había resistido hasta la llegada de su hijo y ahora ya podía morir tranquila.
Su muerte, sin embargo, había comenzado mucho antes. Recuerdo el día que volvimos a casa. La alegría del retorno. Durante nuestra ausencia, la propietaria de la casa la había realquilado a otra mujer, que nos lo hizo saber cuando pretendíamos entrar. Yo tenía una muñeca vestida de gitana y la vi sobre la cama. La cogí. Era mi muñeca. Aquella mujer me dijo que no tocara nada. Entonces vi a la abuela, apoyada contra la pared y como, poco a poco, se desmoronaba hasta quedar sentada en el suelo. Ese día, la abuela empezó a morir.
Testimonio transcrito por Ramon Alabau
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